Nota publicada: 2025-11-25
Sin Medias Tintas.
Omar Alí López Herrera.
Los camaleones
La semana pasada, un diputado federal celebraba en redes sociales su décimo aniversario en la vida pública. Las fotografías contaban una historia reveladora: 2014 con la camiseta azul del PAN, 2018 con la amarilla del PRD, 2024 con el guinda de Morena. Diez años, tres colores, cero explicaciones. Este es el retrato de una clase política que ha perfeccionado un oficio que poco tiene que ver con el servicio público y mucho con la supervivencia.
Desde hace más de una década, nuestros políticos se mueven de partido en partido como quien cambia de camisa. Entre 2018 y 2024, 257 diputados federales cambiaron de bancada, según análisis de la revista Voz y Voto. No hablamos de evoluciones ideológicas ni de crisis de conciencia, sino de migraciones masivas que ocurren justo cuando un partido consolida el poder o cuando otro lo pierde.
Ricardo Monreal es el ejemplo perfecto. Fue priista durante 23 años, perredista una década, senador por el PT, diputado federal por Movimiento Ciudadano y líder morenista. Cinco siglas, una sola trayectoria… y muchas propiedades. O Layda Sansores, que pasó del PRI al PRD, luego a Convergencia, después al PT y finalmente a Morena, y cuando se le pregunta por sus múltiples mudanzas, responde: "es mi trayectoria". La pregunta incómoda persiste: ¿cuántas ideologías distintas pueden caber en cinco siglas diferentes?
Nuestro sistema lo permite. La reforma electoral de 2014 introdujo la reelección legislativa pero permitió a los políticos mantener su curul incluso después de cambiar de partido. El cargo dejó de ser un mandato ciudadano y se convirtió en propiedad, y cuando una puerta se cierra, otra se compra; y cuando un partido deja de ofrecer beneficios, se abandona como un zapato roto.
A la par, la corrupción ha dejado de ser un estigma y, en muchos casos, se ha vuelto plataforma. Acusaciones de desvíos, contratos turbios y enriquecimientos inexplicables funcionan, paradójicamente, como moneda en la bolsa política. No solo no inhabilitan a nadie, sino que en ocasiones se traducen en mayor visibilidad y capacidad de maniobra dentro de un sistema acostumbrado a normalizar el abuso.
Los costos para la democracia son medibles. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) de 2023, apenas el 28.9% de los mexicanos confía en los partidos políticos. Casi tres de cada cuatro ciudadanos desconfían de las instituciones que deberían representarlos, porque cuando un votante elige a un candidato por sus promesas y ese político termina en el partido contrario defendiendo lo opuesto, ¿qué queda de la voluntad popular?
El país enfrenta, además, el desgaste de un discurso oficial que promete "regeneración" mientras recicla a los mismos actores, sólo que con un color distinto en la solapa. Se condena la corrupción del pasado mientras se abraza la del presente. Morena nació prometiendo acabar con la "mafia del poder" y recibió entre 2018 y 2021 a decenas de legisladores provenientes precisamente de esa mafia.
La política mexicana se ha convertido en otro teatro del absurdo donde los actores intercambian máscaras pero el guion permanece igual. Los mismos que ayer defendían el neoliberalismo hoy condenan apasionadamente el modelo que ellos mismos implementaron. Se olvida que la democracia pierde sustancia cuando sus protagonistas se comportan como administradores de franquicias personales y no como representantes de intereses colectivos.
Pero las soluciones existen. Alemania exige a los legisladores que cambian de partido enfrentar consecuencias para su mandato, y Portugal tiene restricciones constitucionales contra el transfuguismo. Necesitamos reformar la ley para que si un legislador cambia de partido, debe devolver su curul, porque el cargo no es suyo, es del voto que representa.
Hoy resulta urgente preguntarnos para qué sirve —y a quién sirve realmente— nuestra clase política. Porque si la única constante es la movilidad oportunista y la incapacidad de asumir consecuencias, entonces lo que está en riesgo no es solo la credibilidad del sistema, sino la idea misma de que la política puede transformar algo que no sean las cuentas bancarias de quienes la ejercen.
No necesitamos políticos perfectos, necesitamos políticos honestos con sus convicciones. Lo que no puede haber es este carnaval permanente donde la palabra empeñada no significa nada y la coherencia es un estorbo, porque mientras la política siga siendo un negocio y no un servicio, seguiremos atrapados en el ciclo de prometer cambios para mantener todo igual.
La pregunta ya no es si los camaleones cambiarán. La pregunta es si nosotros seguiremos permitiéndolo.