• Hermosillo, Sonora, México a     |  Año 29 No. 11    

Los Desamparados.

Omar Alí López Herrera / [email protected]




Nota publicada: 2025-10-20

Sin Medias Tintas.

Omar Alí López Herrera.

 

Los Desamparados.

La palabra amparo ha sido, desde hace más de siglo y medio, una de las más nobles del vocabulario jurídico mexicano. Representa la defensa última del individuo frente al abuso del poder, la posibilidad de un ciudadano de levantar la voz ante el Estado y decirle: “No puedes”. Fue el escudo que los constituyentes Manuel Crescencio Rejón y Mariano Otero imaginaron para impedir que la arbitrariedad se impusiera sobre la dignidad humana. Sin embargo, hoy vemos cómo ese escudo está siendo mellado por quienes debieran protegerlo.

Las modificaciones ‘fast track’ a la Ley de Amparo aprobadas en medio de un discurso oficial que proclama cercanía con “el pueblo”, significan en realidad un paso atrás en la defensa de los derechos humanos y en el control del poder público.

Varios expertos constitucionalistas coinciden en que lo que está ocurriendo es una regresión, porque se limita la posibilidad de que los jueces suspendan leyes inconstitucionales, se reduce el efecto de las sentencias protectoras, y se restringe la facultad de los ciudadanos para cuestionar actos generales del poder.

El mensaje es que Estado no quiere que el pueblo tenga herramientas jurídicas eficaces para defenderse. Es paradójico, pero mientras el discurso presidencial asegura que el poder emana del pueblo, las reformas buscan que ese mismo pueblo no pueda contradecir al poder cuando éste se equivoca o abusa. La palabra amparo pierde su significado original para convertirse en un trámite casi decorativo.

Y no es sólo en los tribunales donde se advierte este desamparo. En las calles inundadas de Veracruz, en los cerros derrumbados de Puebla y los pueblos anegados de Tabasco, la idea del amparo —como protección efectiva del Estado hacia sus ciudadanos— se reveló como una ilusión. Las lluvias dejaron decenas de muertos y comunidades incomunicadas. Familias atrapadas durante días sin agua ni alimentos y esperando ayuda. El gobierno estatal reaccionó tarde, y el federal lo hizo con un tono de autoelogio más que de urgencia.

La Coordinación Nacional de Protección Civil admitió que hubo comunidades a las que no se pudo llegar sino hasta días después del desastre. Mientras tanto, fueron los vecinos, los colectivos, los voluntarios —los mismos que hoy verían debilitado su derecho de amparo— quienes intentaron tender la mano; pero carreteras cortadas, puentes destruidos y prohibiciones expresas a ayudar retrasaron la entrada del auxilio. Muestras de la desorganización y la falta de previsión que acompaña a tantos desastres en nuestro país.

Es difícil no advertir la metáfora que se impone por sí sola. En el terreno jurídico, se limita el amparo frente al poder; en el terreno físico, se abandona al ciudadano frente a la furia del clima. En ambos casos, el Estado se retira del papel de protector para convertirse en observador, o peor aún, en obstáculo.

Las imágenes de Poza Rica bajo el agua contrastan con las sesiones legislativas donde se discuten tecnicismos sobre la “democratización” del Poder Judicial. En un país que se inunda, se debate si los jueces son demasiado independientes; y donde la gente se aferra a los techos para no ser arrastrada porque el río se desbordó ligeramente, se legisla para que los ciudadanos tengan menos recursos para exigir justicia. ¿No es esa, acaso, la definición exacta del desamparo?

Este gobierno parece haber olvidado que el amparo no es sólo un instrumento legal, sino una filosofía de Estado, porque ¡Es la obligación de proteger, caray! Proteger al ciudadano del abuso del poder, del hambre, del desastre, de la negligencia. La Constitución no distingue entre el amparo jurídico y el amparo material; ambos derivan del mismo principio de responsabilidad pública, y cuando el Estado limita uno y descuida el otro, se rompe el contrato social que lo legitima.

Han tratado de sembrar la narrativa de que las lluvias fueron extraordinarias y que ningún gobierno podría haberlas previsto; pero los informes del Servicio Meteorológico Nacional y de la Conagua advirtieron desde días antes la magnitud del fenómeno. La reacción tardía, la falta de refugios preparados, la escasez de coordinación con municipios y la opacidad en la entrega de recursos no fueron resultado del azar, sino del abandono institucional que, por cierto, quiérase o no, es una forma de violencia.

La reforma a la Ley de Amparo se justificó bajo la idea de que el Poder Judicial había sido capturado por intereses de élite. Quizá, pero ¿la solución es desarmar a la ciudadanía? Un Estado que impide a sus ciudadanos defenderse jurídicamente mientras los deja solos ante los desastres naturales está reproduciendo la misma lógica de centralización autoritaria que el amparo nació para combatir.

Los desamparados de hoy no son sólo quienes perdieron su casa en Álamo o los niños que duermen en colchonetas húmedas en Papantla. También los ciudadanos que no podrán recurrir mañana ante un juez para detener una ley injusta, una expropiación arbitraria o una decisión que viole la libertad. En ambos casos es la misma historia, porque el Estado, que debía proteger, se vuelve sordo, lento o ausente.

La palabra amparo necesita ser rescatada, no sólo en los códigos, sino en la conciencia colectiva. Deberíamos recuperarla como símbolo de solidaridad, de justicia y de compasión, porque mientras sigamos desamparados en los tribunales y en los desastres, nuestro país seguirá hundido por la indiferencia.

 



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