Nota publicada: 2025-05-04
La involución en la libertad 2025
Bulmaro Pacheco.
Porfirio Díaz, el presidente que más ha durado (31 años) en el ejercicio del poder, impulsó a su compadre tamaulipeco Manuel González para que gobernara México de 1880 a 1884. Después retomaría el poder y gobernaría ininterrumpidamente México hasta 1911 (antes de 1877 ya había buscado la presidencia en tres ocasiones).
En su prolongada estancia en el poder fueron varios los personajes que sonaron como probables sucesores del oaxaqueño: Bernardo Reyes, Justo Benítez, Ramón Corral Verdugo y José Yves Limantour. Ninguno de ellos se animó a plantearle a Díaz sus pretensiones, pero se movían entre las principales fuerzas políticas para cuando llegara el tiempo del relevo.
Díaz había nacido en 1830, y para el cambio de siglo ya frisaba los 70 años y todavía quiso más. Algunos colaboradores como Justo Sierra le pidieron reflexionar sobre su prolongado mandato y la necesidad del relevo. Otros le recomendaron que creara de nuevo la figura de vicepresidente de la República, para ubicar ahí a una persona más joven que él por lo que pudiera llegar a ofrecerse, en la medida que iba envejeciendo.
Recomendado por Limantour, asumió el cargo el sonorense Ramón Corral Verdugo (1854-1912), que ya había sido promovido como jefe de Gobierno del Distrito Federal y secretario de Gobernación.
La historia registra que la negativa de Díaz a propiciar el relevo presidencial y dejar el poder —además de la crisis social— fueron las principales causas del estallido revolucionario.
Díaz renunció a la presidencia el 25 de mayo de 1911 y salió de México exiliado a Francia, donde vivió sus últimos años. Murió en 1915, en París, en un clima de discreción total y extrañando su tierra natal, y sin opinar de la situación política en México en los complicados años de 1911 a 1915. La historia registra todavía un pendiente con Díaz.
El presidente Venustiano Carranza se empeñó en impulsar como candidato presidencial al exembajador en Washington —sonorense también— Ignacio Bonillas, porque lo que seguía, decía, “era que un civil se hiciera cargo del poder”
Carranza fracasó y fue asesinado en mayo de 1920, relevándolo otro sonorense: Adolfo De la Huerta, que como interino cubrió los seis meses que le faltaban al coahuilense.
Álvaro Obregón (1920-1924) entró en conflicto sucesorio al optar por Plutarco Elías Calles y marginando a su secretario de hacienda De la Huerta, que propició la última revuelta militar en 1924.
Al parecer, Calles ni idea tenía del propósito reeleccionista de Obregón en 1927 hasta que iniciaron las reformas constitucionales, que crearon polémica con un sector del ejército y una parte importante del equipo de gobierno.
Obregón fue asesinado 17 días después de haber sido reelecto presidente, y el país se sumió en una crisis sucesoria que duró 6 años (1928-1934).
El presidente Lázaro Cárdenas optó por un militar como Manuel Ávila Camacho y los problemas de inestabilidad política fueron disminuyendo, aunque los presidentes siguieron conservando la facultad metaconstitucional de influir en la designación de sus sucesores, hasta que el método hizo crisis en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari cuando fue asesinado el candidato del PRI Luis Donaldo Colosio.
En adelante, ni Ernesto Zedillo ni Vicente Fox pudieron dejar sucesor. Felipe Calderón falló con Ernesto Cordero, y Enrique Peña Nieto falló con José Antonio Meade.
En cambio, el presidente López Obrador sí dejó sucesora. Promovió a Claudia Sheinbaum desde la delegación Tlalpan a jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y luego hasta la candidatura de Morena y aliados para la presidencia. El método sucesorio tradicional subsistió.
Los expresidentes Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari mostraron diferencias de opinión y actuaron fuera del poder (Calles exiliado en los Estados Unidos; Cárdenas por la revolución cubana en el gobierno de López Mateos; Echeverría tuvo tensiones con su sucesor López Portillo; y Carlos Salinas por el encarcelamiento de su hermano Raúl).
Ernesto Zedillo —que nunca aceptó la pensión asignada a los expresidentes— y que nunca hizo negocios ni riqueza al amparo del poder, guardó silencio por 24 años desde sus ocupaciones en la Universidad de Yale en los Estados Unidos.
En 2024 criticó abiertamente al presidente López Obrador y fue descalificado de inmediato. “Ridículo”, le llamaron, pero no contestaron sus argumentaciones.
En 2025 vuelve a criticar a Morena y a la institución presidencial señalando algunos problemas, como las magnas obras del sexenio pasado; que a su juicio deberían ser auditadas. Y señaló la reforma judicial en marcha como una regresión para México.
De nuevo, en lugar de debatir y contestar sus argumentos, se le descalifica con una furia tal, que solo el aparato de Estado puede diseñar en los medios de comunicación y en las redes sociales atacándolo en lo personal como en las peores épocas del pasado.
Al tratarse del expresidente de México —de los seis que viven— que guarda una mayor autoridad moral, política y académica de la historia reciente, lo menos que podíamos esperar es que se abriera un buen debate sobre los temas puestos sobre la mesa. Pero no, no hay debate, solo ataques. Mala señal para México y para los mexicanos.
Alcanzar el clima de libertades civiles y políticas que gozamos nos ha costado a los mexicanos sangre, sudor y lágrimas, cuando menos desde la primera reforma política de 1977, que sirvió de base para las sucesivas reformas políticas que condujeron a México al clima de libertades, alternancias políticas y cambios de partido en el poder en lo federal, estatal y municipal que tanto se presumen.
Al no admitir la crítica, el partido en el poder se contradice a sí mismo. Si a eso la sumamos la falta de inclusión y diálogo con las oposiciones y la concentración de los tres poderes (locales y federales) en una sola persona, el panorama para México luce sombrío y en pleno retroceso. Una verdadera involución en las libertades de expresión y crítica y en las instituciones consagradas en la Constitución. El caso del expresidente Zedillo y sus recientes críticas, que en lugar de ser debatidas han sido descalificadas, es una señal negativa para los mexicanos. ¿Hay o no hay derecho a disentir del gobierno y sus políticas? Ellos—en el gobierno— piensan que no. Pues, qué pena, con esta modernidad mexicana.