• Hermosillo, Sonora, México a 2025-05-22  |  Año 29 No. 11    

Entre la indignación y la impunidad


Nota publicada: 2025-05-22

Sin Medias Tintas.

Omar Alí López Herrera.

 

Entre la indignación y la impunidad.

 

Tehuacán, Puebla, mostró ayer esa realidad que nos hiere, incomoda y sacude como sociedad: la justicia por propia mano. El incendio de una vivienda y un negocio familiar, las detonaciones al aire por parte de la policía y una turba de más de 300 personas fuera de control resultaron del síntoma de una ciudadanía harta, desesperada y descreída del sistema de justicia. El motivo fue una agresión documentada en video, que se propagó con la inmediatez de las redes sociales: el ataque a un joven vendedor de cocos y piñas.

Misael, de 22 años, fue agredido salvajemente por Julio y su hijo Gerson. Las imágenes muestran cómo el joven es sujetado mientras recibe golpes en la cara, hasta caer al suelo y golpearse la cabeza. La escena no dejó lugar a matices. La víctima no era un criminal, no había mostrado violencia alguna, simplemente se había negado a retirar su puesto ambulante de la vía pública frente al negocio de los agresores. La violencia desproporcionada fue lo que pocas horas después desató la respuesta colectiva contra la casa y el negocio de los victimarios.

Lo vimos hace poco con doña Carlota —“la abuelita vengadora”—: cuando la violencia es visible, directa y no recibe respuesta institucional inmediata, se genera un vacío que la ciudadanía intenta llenar por cuenta propia. El caso de Tehuacán revive este patrón, porque lo que sucedió no es únicamente consecuencia de un acto de rabia; es el reflejo de una descomposición institucional y la pérdida casi total de confianza en el aparato judicial.

Pese a la clara evidencia, la fiscalía de Puebla integró la carpeta de investigación clasificando el hecho como "lesiones", lo que provocó más indignación. La abogada de la víctima denunció que no se tomó en cuenta el trauma craneoencefálico ni el esguince cervical que Misael sufrió, y a pesar de que su estado de salud era delicado. Esta omisión en la procuración de la justicia —percibida como negligente o incluso cómplice— alimentó la percepción de impunidad. No es sólo que se haya cometido un acto de violencia; es que el Estado parecía estar dispuesto a minimizarlo.

Ante esto, la turba actuó, y durante la noche de ayer, cientos de personas se concentraron frente a la vivienda de los agresores para exigir justicia; pero no mediante la Ley… querían venganza. En su lógica, justificada por la experiencia, esperar a que el Ministerio Público o un juez sancionara debidamente a los agresores sería, cuando menos, ingenuo. Así, el paso siguiente fue la destrucción: primero piedras, luego fuego, finalmente el despliegue de policías disparando al aire para rescatar a los implicados. Hubo arrestos, sí, pero también una fractura social irreparable.

La justicia por mano propia no es simplemente un acto irracional, sino una respuesta a la ruptura del contrato social básico. En Puebla, como en muchas partes del país, se siente el abandono institucional y la desconfianza hacia las autoridades. Cuando la ciudadanía no ve reflejada su indignación en los expedientes judiciales ni en las sentencias de los jueces, encuentra en el anonimato colectivo la única forma de castigo que le parece efectiva: la inmediata, la visible, la irreversible.

El problema es que esta forma de actuar, aunque comprensible, es también profundamente peligrosa. Legitimar el linchamiento significa institucionalizar el caos, desplazar al Estado como garante del orden y sustituirlo por la ira como forma de resolución. Hoy fueron Julio, Gerson y Rosa Isela, ¿y mañana, quién? ¿Un inocente?, ¿Un sospechoso sin pruebas?, ¿Un adversario político? La justicia popular no respeta derechos, no conoce el debido proceso, y jamás concede una apelación.

Los hechos de Tehuacán nos obligan a examinar las fallas del sistema. No se trata solo de castigar a los agresores, ni de procesar a quienes cometieron actos de vandalismo. El problema, insisto, es estructural: un sistema judicial incapaz de responder a tiempo, unas instituciones rebasadas por la presión social, y una ciudadanía que ha aprendido —a fuerza de decepciones— que si no actúa, nada pasa.

Las autoridades deben garantizar que la justicia formal sea más rápida y efectiva que la justicia popular. No se puede permitir que un video viral sea más contundente para castigar un delito que una carpeta de investigación,  ni mucho menos que una fiscalía tarde más en clasificar un delito que una multitud en responder.

Misael sobrevivió, pero su integridad ha sido quebrada. Su historia, sin quererlo, ya es símbolo. No solo del abuso que sufrió, sino también de la fractura entre la legalidad y la legitimidad en nuestro país. Tehuacán refleja hoy a México: un país donde la frustración ciudadana se desborda cuando la justicia institucional falla.

La respuesta no puede ser solo condenar la violencia popular. Urge reconstruir la confianza en las instituciones a través de resultados concretos: investigaciones efectivas, procesos transparentes y sanciones proporcionales. De lo contrario, seguiremos sumando nombres a una lista de víctimas: de la violencia, sí, pero también del abandono institucional. ¿Cuántos casos más de justicia por propia mano veremos antes de que el sistema entienda que la justicia no puede llegar tarde?

 



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