Nota publicada: 2025-06-09
Sin Medias Tintas
Omar Alí López Herrera
Seis años perdidos.
Hay reformas educativas que nacen con palabras bellas, pero mueren en la práctica. La Nueva Escuela Mexicana es un buen ejemplo, porque surgió como una apuesta humanista, inclusiva, crítica y comunitaria; pero en la realidad ha derivado en una política que simula educar, mientras cultiva la ignorancia como si fuera una virtud.
Desde su implementación en 2019, la NEM ha sustituido el aprendizaje riguroso por el discurso emocional. En teoría, pretende formar ciudadanos críticos, libres y conscientes de su contexto, pero en los hechos produce estudiantes sin comprensión lectora, sin habilidades matemáticas básicas y sin capacidad de análisis. Pero eso sí: promueve que todos aprueben, que nadie se frustre y que todos "avancen".
¿Avanzar hacia qué? ¿Hacia la universidad sin saber leer?, ¿Hacia el trabajo sin poder calcular?, ¿Hacia la ciudadanía sin criterio? ¿Cómo formar pensamiento crítico si leer un párrafo de comprensión resulta una hazaña?, ¿Cómo construir libertad si no hay responsabilidad?
Son preguntas incómodas.
La SEP ha insistido en que no se debe reprobar a ningún estudiante. No importa si no aprende, si no se esfuerza, o si el maestro detecta que el alumno no puede distinguir entre causa y consecuencia, o entre un argumento y una ocurrencia. Que nadie repruebe, porque, dicen, eso es inclusión.
Pero no, no lo es. Lo que de verdad incluye a un joven en la vida es aprender a pensar, a decidir, a equivocarse y corregirse. La inclusión no se logra regalando calificaciones ni esquivando los exámenes porque le causa estrés; se logra con exigencia, acompañamiento y verdad.
Hoy los maestros deben aprobar a estudiantes de secundaria que no distinguen entre México y Nuevo México en un mapa, o que escriben "a ver" cuando quieren decir "haber". No es anécdota; es la norma que el sistema protege con su política de no reprobación. Sé que muchos compañeros docentes luchan contra estas limitaciones, y que hay excepciones brillantes, pero el sistema los aplasta o los orilla a simular lo que no pueden lograr.
Y mientras la escuela abdica de su función formadora, los padres completan la trampa: hacen las tareas, exigen calificaciones infladas, justifican la mediocridad de sus hijos y reclaman al maestro por "dañar la autoestima". El niño no sabe nada, pero la boleta está llena de dieces; el adolescente no lee ni piensa, pero aprueba y se gradúa… y todos celebran.
Esta complicidad familiar se vuelve especialmente peligrosa cuando coincide con intereses políticos más amplios. En México la pedagogía dejó de ser un asunto académico y se volvió un tema político. No digo que haya una conspiración orquestada, pero sí que un pueblo sin pensamiento crítico resulta conveniente para cualquier poder político, porque la mediocridad educativa no necesita ser intencional para ser funcional al autoritarismo.
Un sistema político que busca consolidarse necesita ciudadanos que no hagan preguntas difíciles, que se conformen con narrativas simples y que aplaudan lo que no entienden. Hay que tener en cuenta que educar sin exigir es una forma de manipular sin resistencia, y al debilitar los contenidos, al disolver la evaluación, al premiar la permanencia por encima del aprendizaje, la escuela se vuelve un laboratorio de control social. Un país sin pensamiento crítico no cuestiona ni exige transparencia, mucho menos reclama por la corrupción ni distingue entre política y propaganda; solo obedece, agradece y repite.
Y si a eso le sumamos una cultura de sobreprotección donde los padres enseñan que todo se puede resolver con una queja y que ningún esfuerzo debe doler, el resultado es una generación incapaz de sostener su libertad o la de los demás.
Las cifras ya son alarmantes: según PISA 2022, el 66% de estudiantes mexicanos está por debajo del nivel básico en matemáticas, mientras que el 53% no alcanza competencias mínimas en lectura. Por si fuera poco, más de la mitad no puede distinguir entre una información confiable y una falacia. Pero todos pasan, eso sí, y todos recibirán diplomas y votarán al tener edad.
La ignorancia se está institucionalizando.
Lo más grave no es que los jóvenes no sepan, sino que nadie se atreva a decirles que no saben. Ni nosotros (limitados por el sistema), ni los padres (ciegos por la sobreprotección), ni el gobierno (feliz de tener ciudadanos dóciles). Así, se consolida una ciudadanía vulnerable a las promesas de bienestar, al paternalismo político, a la verdad a medias y a la obediencia disfrazada de conciencia social.
En seis años de la Nueva Escuela Mexicana, hemos visto cómo todo esto, aunque se adorne con palabras como "inclusión", "justicia social" o "transformación", no es progreso: es regresión disfrazada de pedagogía. El populismo y la política han invadido el aula usando al niño como excusa para perpetuar la ignorancia.
La educación verdadera —la que forma ciudadanos libres y críticos— no teme al fracaso ni le huye a la exigencia. Decía mi admirado maestro Salomón que "aprender cuesta", pero también que crecer duele y solo el que enfrenta su ignorancia puede superarla. Pero este sistema educativo no quiere que los jóvenes la superen, busca que la acepten como normal, que la disfracen de "contexto", y que agradezcan al gobierno por permitirles ignorar sin consecuencias.
Se ha confundido el derecho a la educación con el derecho a aprobar, y se ha trocado la empatía por indulgencia y, en el intento de proteger, se ha renunciado a formar.
Vale la pena recordar a Paulo Freire: "la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo"… pero, para eso hace falta que sea educación de verdad. La pregunta no es si debemos ser más exigentes o más inclusivos, sino cómo ser verdaderamente inclusivos siendo exigentes, porque solo quien domina las herramientas del conocimiento puede ejercer su libertad de manera auténtica.
Y eso —hoy por hoy— está desapareciendo frente a nuestros ojos y con nuestra complacencia.