• Hermosillo, Sonora, México a 2025-07-13  |  Año 29 No. 11    

“Donde nacen las estrellas”


Nota publicada: 2025-07-13

Machincuepas

Rosario Segura

 

“Donde nacen las estrellas”

D.E.P. Meredith, Medilyn y Karla

 

 

En algún rincón del norte, en una ciudad donde el desierto abraza con su viento seco, el sol abrasa inclemente como castigo divino todo el año y los cerros, la mayor parte del tiempo pelones, susurran secretos antiguos, vivían tres niñas que soñaban como quien respira: con naturalidad, con fuerza, con ternura.

Eran pequeñas, pero en sus ojos cabía el universo. Dos de ellas eran como reflejos de agua: gemelas, inseparables, con risas que se duplicaban y silencios compartidos. La menor era como una semilla de luz: más callada, más dulce, con esa mirada que parecía entenderlo todo sin decir nada.

Soñaban, tal vez, con un futuro tejido con hilos de amor y esperanza. Una de ellas posiblemente le hubiera gustado ser maestra, escribir palabras en el pizarrón y enseñar a los niños que las letras pueden ser alas. Como las maestras de su escuela, que no pocos días atrás le habían deseado felices vacaciones y solicitado que regresara el próximo año escolar, en septiembre.

Otra tal vez influenciada por la música que escuchaba le hubiera gustado ser cantante. También posiblemente decía que su voz se escuchaba bien, y que algún día la escucharía toda la ciudad desde la plaza Zaragoza, en las fiestas del Pitic. Decidida a ello por los aplausos de la madre, la abuela o las tías cuando les cantaba las mañanitas en sus cumpleaños.

La más pequeña soñaba con sanar a otros: decía que cuando fuera grande, estudiaría mucho para aprender a poner su mano sobre las heridas y el dolor se iría volando, como mariposa asustada.

Sus juegos eran promesas. Promesas que tejían entre risas y la tierra que sus pasos levantaban al camina, entre el olor a tortillas de su madre y la música que llegaba de lejos, de las otras casas.

Margarita, su madre, era el centro de ese pequeño universo de tres. Y su padre, aunque separado de ellas, los fines de semana, las pasaba a buscar, les acariciaba el cabello con devoción, las sacaba al parque, les compraba raspados y les hablaba de un mañana donde todo sería posible. Las cuidaba con una fuerza tranquila, como quien sabe que el amor es lo único capaz de mantener al mundo girando, aunque no se vieran a diario.

Los domingos eran especiales. A veces no había mucho, pero bastaba el cielo despejado, una pelota vieja, o los cuentos que inventaban bajo la sombra de algún árbol, en el parque a donde como de día de campo las llevaba el padre.

Reían con la inocencia de quien todavía no ha visto las grietas del mundo. Y si lloraban, era solo porque se caían del columpio y se raspaban las rodillas en algún juego, o porque alguien les había robado la muñeca despelucada que atesoraban por ser un regalo.

Aunque en este mundo cada día más convulso y en esta inseguridad rampante, nadie, absolutamente nadie, puede anticipar el momento en que el cielo se agrieta. Nadie puede saber cuándo un sueño será interrumpido.

Aquel día, el sol se alzó como siempre, pero el aire traía una inquietud distinta. Algo en el viento parecía más pesado. Margarita, abrazó a sus hijas, las abrazó como siempre, quizás un poco más fuerte. Como si su corazón de madre presintiera que algo iba a romperse.

El camino que alguna vez llevó a paseos y promesas se volvió incierto. Peligroso. Pero ellas iban juntas. Y eso, para sus corazones puros, era todavía suficiente.

En medio del desierto, el tiempo se detuvo. El sol caía implacable, y los arbustos callaban. El silencio era tan profundo que se podía escuchar el latido del mundo. Y en medio de ese silencio, ocurrió lo más sagrado: tres hermanas, ante lo incomprensible, se abrazaron.

Se tomaron de las manos como lo hacían en casa, a la hora de dormir. No suplicaron. No lloraron fuerte. Quizás sí. Quizás sus lágrimas se evaporaron antes de llegar a la tierra. O tal vez solo cerraron los ojos y recordaron.

Recordaron la voz de su madre, quien mientras preparaba la comida cantaba bajito en la cocina. Recordaron sus risas en la lluvia de polvo en la calle terregosa dónde vivían, soñaban y jugaban. Recordaron sus sueños, que seguían siendo tan reales como el aire que respiraban.

Y en ese último abrazo, no hubo miedo. Hubo amor. Ese amor que se vuelve puente entre el ahora y el más allá. Ese amor que convierte el dolor en semilla de luz.

Un árbol viejo, un mesquite retorcido por los años y el calor, extendió sus ramas sobre ellas. No para protegerlas del mundo —porque el mundo ya les había fallado—, sino para hacerles guardia. Como si la naturaleza supiera que allí, bajo su sombra, descansaban tres corazones que merecían todo.

Cuando las encontraron, las madres buscadoras —esas mujeres de fuego y esperanza— supieron de inmediato que no solo estaban hallando cuerpos. Estaban hallando una historia. Una historia de sueños truncados, pero también de una ternura tan fuerte que ni la muerte pudo romperla.

Y desde ese día, algo cambió en el cielo de Sonora. Dicen que, por las noches, si miras con atención, puedes ver tres estrellas que titilan juntas, muy cerca una de otra. Algunas veces parecen jugar. Otras, parecen cantar. Y hay quienes juran que, en ciertos silencios, se escucha una vocecita diciendo:  —Cuando sea grande, quiero enseñar.  —Y yo, cantar. —Y yo, sanar.

Porque allá, en lo alto, donde los sueños no se apagan, viven ellas. Brillan ellas. Juegan, ríen y se saben eternas.

Margarita, su madre, también está. Las abraza como lo hizo siempre. Y en ese rincón del cielo, ya no hay miedo, ni sombra, ni pérdida. Solo amor.

El desierto, que fue testigo, guarda su memoria en el susurro del viento. En las flores que brotan solas donde nadie las sembró. En los pasos firmes de las buscadoras que no descansan. Y en cada abrazo que una madre da a sus hijas con más fuerza de la que pensaba tener.

Donde nacen las estrellas, allí viven ahora. No como víctimas. Sino como luz. Como recuerdo. Como promesa de un mundo donde ninguna niña tenga que soñar con sobrevivir.



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